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domingo, 28 de diciembre de 2008

LA “ LÓGICA DEL ENEMIGO ”: RELACIONES INTERCULTURALES ENTRE EL ESTADO Y SUS CIUDADANOS EN LOS 90’


Introducción:

El Perú es el país de América Latina que, durante los años 90’, sufrió la más grave interrupción en su proceso de institucionalización democrática1. Si bien es cierto, los problemas arrastrados de la década de los 80’, facilitaron esta perturbación, el autogolpe de estado del 5 de abril 1992 permitió la instauración de un gobierno autoritario que, durante 8 años, legitimó sus acciones represivas aludiendo defender a la nación de un “enemigo subversivo”, al que era imposible enfrentar con medidas democráticas, legadas por los filósofos de la ilustración como Roussoe, Diderot, entre otros.

A mediados de los 90’, Sendero Luminoso ya no se constituía en un “enemigo potencial”; pero el gobierno de Fujimori amplió la imagen de “enemigo de la nación” a cualquier movimiento, organización o ciudadano que no estuviera de acuerdo con sus directivas. Al sostener, además, un posible rebrote terrorista, la dictadura obtuvo el apoyo de la población peruana, a quien se le presentó como única posibilidad de lograr orden y paz el uso indiscriminado de la violencia.

Asimismo, el gobierno de Fujimori pudo confrontar las acusaciones por violaciones a los derechos humanos que inculpaban directamente a miembros de las fuerzas del orden, afirmando que los “excesos” resultaron inevitables para la “pacificación” del país. Entonces, los hechos delictuales fueron entendidos y tratados como delincuencia subversiva y confrontados mediante leyes severas. La “lógica del enemigo” se convierte en una forma de enfrentar ciudadanos contra ciudadanos, mientras el estado omnipotente resultaba siendo el juez en dicho confrontación.

Con el gobierno de transición, resultó indispensable el ingreso de la noción seguridad ciudadana para la creación de medidas de seguridad interna que protejan los derechos humanos y fortalezcan el proceso de transición política. Sin embargo, los gobiernos que devinieron a la transición, no han podido asumir estas ideas.

En el presente ensayo, analizaremos algunos aspectos que nos permiten señalar que, después de agotarse la imagen del terrorista subversivo, el gobierno autoritario de Fujimori apeló a la construcción del delincuente terrorista para legitimar acciones “severas” de seguridad. Este hecho, sin embargo, no ha sido retomado con responsabilidad por los gobiernos democráticos. Por el contrario, cada vez que se ven enfrentados a marchas, paros y quejas ciudadanas, apelan a la imagen de “delincuente subversivo” como única forma de justificar sus acciones e ineficiencias.

Para ello nos apoyaremos en como los esquemas de la ilustración y sus filósofos quienes construyeron los cimientos de la sociedad moderna, quiere decir la sociedad de ciudadanos fue resquebrajándose paulatinamente, creando una nueva relación intercultural entre el estado y sus ciudadanos, y cuando me refiero a estos últimos me refiero a la distinción interna hacia las clases bajas las cuales fueron tildadas como los “violentos subversivos”.

I. ¿De qué seguridad hablamos? Entre el autoritarismo y la democracia:

La escenario del autoritarismo en América Latina de los años 70’ ha sido explicado por Guillermo O’ Donnell a partir del modelo burocrático – autoritario. Este sistema político, en cuya cúspide estuvieron los militares, se caracterizó por restringir los canales democráticos al sector popular, conceder un rol decisivo a las fuerzas armadas y las grandes empresas oligopólicas y buscar el “orden” a través de la coacción y el miedo (O´Donnell 1997: 75 - 76).

Asimismo, este autoritarismo constituye una experiencia de violencia sistemática, que impuso una nueva normatividad y normalidad mediante procedimientos propios de una “lógica de guerra” o para nuestro entendimiento una “cultura de la violencia del estado”, aniquilando a los considerados adversarios e invalidando las diferencias. El objetivo de los golpes de estado no fue el derrocamiento de determinado gobierno, sino, la fundación de un nuevo orden. (Lechner 1990: 20).

Mediante la influencia de EE.UU., la “lógica del enemigo” fue construida entorno a los grupos opositores y clases peligrosas, relacionadas directamente con el comunismo. Las fuerzas armadas tutelaron las acciones policiales, convirtiéndolas en su fuerza de represión masiva, lo que a su criterio, no fue suficiente. Los “enemigos” requerían ser enfrentados con mayor represión, con más violencia. Esta situación permite la admisión de acciones violatorias de los derechos humanos como forma legítima de mantener el orden interno.

Por eso, la llamada doctrina de seguridad nacional se encargó de brindar seguridad formando ciudadanos más inseguros, más temerosos, incluso, de las instituciones públicas que deberían promover justicia y seguridad. Esta doctrina, entonces, estableció una visión militarista del orden y la seguridad pública, dividendo a la sociedad en amigos y enemigos de la nación, profundizó la militarización de los cuerpos policiales y creó unidades policiales “especializadas” en el ejercicio de la represión, la tortura y otros abusos (CAJ 1999: 28 - 32).

En el Perú, la presencia de gobiernos que toman el poder mediante la fuerza y la violencia (autoritarios), explica, en buena medida, nuestra tradición política. Desde los inicios de la república, el nuevo estado se constituyó en medio de la guerra y avalada por una precaria representatividad política. En ese sentido, el Estado Peruano se establece sin vida pública y sin ciudadanos; en tales circunstancias, la disyuntiva parecía ser la imposición de unos o el desorden incontrolable (Flores 2007: 24 – 25), especialmente si es que ellos son de color oscuro o no son blancos, siguiendo esa tradición autoritaria hacia las “otras culturas” como alguna vez mencionó Gonzalo Portocarrero.

Durante la independencia del país, el vacío dejado por la aristocracia colonial es – inevitablemente - cubierto por los miembros del ejército, pues los militares ofrecían conservar las formas republicanas e instaurar el orden necesario, que permita asegurar la formación del estado. A partir de allí, la presencia de los militares será una constante en la escena política del país.

Hasta ahora, hemos entendido la vida política del Perú como un supuesto “péndulo”, en cuyos extremos se ubica la democracia (civiles) y el autoritarismo (militares); sin embargo, en el país, las fórmulas democráticas y autoritarias están fuertemente imbricadas; en la práctica, los gobiernos civiles y militares se aproximan. En ambas formas de gobierno, sugerir respuestas violentas y políticas de “mano dura” frente a los conflictos sociales es una constante. Además, la presencia de civiles en el gobierno no es garantía de que las fuerzas armadas asuman un rol no político.

Veamos algunos datos que sugieren que lo civil y lo militar, no necesariamente son sinónimos de democracia y dictadura. En el Perú, entre los años 1900 y 1968, se produjeron 56 intentos de interrumpir la legalidad. En diez de los casos expresados, se trató de proyectos protagonizados por civiles; los 46 restantes se idearon al interior de las fuerzas armadas. Durante ese mismo lapso de tiempo, se han llevado a cabo 15 procesos electorales, entre los cuales, se incluyen procesos anulados (1962), dudosos (Odría en 1950), y cuestionados (reelecciones de Leguía). De esta manera, en 68 años, solo seis procesos electorales podrían merecer el calificativo de democráticos. (Flores 2007: 29).

Veamos datos más recientes. De 1968 al 2000, el Perú ha tenido 12 años de gobierno militar (1968 – 1980), el mismo número de años de gobierno democráticamente elegido (1980 – 1992) y 8 años de dictadura cívico - militar (1992 – 2000). Sin embargo, la Comisión de la Verdad y Reconciliación – CVR, ha constatado que “… las etapas más duras del conflicto en lo que a violaciones de los derechos humanos se refiere, transcurrieron en democracia. El mayor número de víctimas, muertes y desapariciones forzadas, incluyendo los tres picos de 1984, 1989 y 1990, ocurrieron cuando el país tenía gobiernos democráticos, surgidos en elecciones libres, sin exclusión de partidos ni fraudes electorales, por lo menos antes del autogolpe del 5 de abril de 1992” (CVR 2004: 54).

Asimismo, la CVR señala que la respuesta de las instituciones estatales a la violencia subversiva llegó a límites tan extremos que rompieron con el patrón singular que caracterizó a las FFAA peruanas, durante los años 1968 a 1980. Durante este tiempo, los militares simpatizaron con una visión reformista de la sociedad, donde la temática central era la solución de los problemas sociales como única manera de garantizar una seguridad nacional integral.

“Durante la dictadura que dirigieron [los militares] entre 1968 – 1980, años sombríos para los derechos humanos en América Latina, los militares peruanos registraron pocas violaciones de este tipo, toleraron la existencia de organizaciones y de propaganda izquierdista y, más aún, cumplieron ellos mismos reformas reclamadas tradicionalmente por las izquierdas. Si bien en los últimos años de la década del setenta, el gobierno militar endureció sus acciones contra las fuerzas de izquierda mediante la severa represión policial de las protestas sociales y el incremento de las deportaciones de opositores, quedó lejos del nivel de violencia desplegado a partir de 1983, cuando ingresaron al combate directo contra Sendero Luminoso” (CVR 2004: 56).

En los años 80, los gobiernos democráticamente elegidos no limitaron las funciones de las fuerzas armadas a la seguridad externa, sino, por el contrario, permitieron que los militares asumieran la conducción de las políticas de seguridad interna del país.

Sendero Luminoso, principalmente, se convirtió en el “enemigo de la nación”, por ello, los gobiernos democráticos de los 80’, plantearon medidas radicales – como el uso de estrategias de guerra y políticas de control geográfico por parte de las fuerzas armadas2 –, que en muchos casos, vulneraron las normas democráticas, permitiendo la violación de derechos humanos.

En los años 90, los militares estaban convencidos que la única manera de derrotar el conflicto armado era rompiendo con los lineamientos democráticos. Por eso, cuando Fujimori ganó las elecciones de 1990, las fuerzas armadas se aliaron a su gobierno y establecieron las estrategias que conducirían a la pacificación del país.

“Fujimori cree haber descubierto la panacea que lo legitima todo: atribuirse la victoria contra el terrorismo. Parte central de su estrategia ha consistido en usurpar sistemáticamente los méritos de la policía peruana y confundir a la opinión pública sobre las posibilidades de acción policiales, para evitar que la ciudadanía descubra una estrategia democrática en materia de seguridad, de forma que el Estado peruano permanezca bajo la tutela de las Fuerzas Armadas” (Alegría 1998: 137).

Los militares se alistan a combatir la violencia política, pero al desconocer el terreno, el problema y sin apoyo de las autoridades políticas para no limitar su trabajo a lo militar, deciden enfrentar al enemigo con más violencia. Por eso, a decir de Ciro Alegría, “a fuerza de pompas militares, se ha llegado a creer que el debido proceso, los derechos del hombre y, en especial, la responsabilidad de la policía ante la justicia civil, son obstáculos para la paz, cuando no cómplices del terrorismo” (Alegría 1998: 138).

Para mediados de los 90, con Abimael Guzmán y la mayor parte de la cúpula senderista en prisión, Sendero Luminoso, prácticamente, se encontraba derrotado. Fujimori, a pesar del evidente declive subversivo, no mostró actitudes que limitaran las acciones y la presencia militar. Al contrario, sin subversión, se mantuvo las estrategias contrasubversivas en las zonas de emergencia. De esta forma explotó, mediáticamente, las últimas acciones exitosas frente a Sendero y manipuló los miedos de la población ante un posible rebrote terrorista. (CVR 2004: 75 – 76).

Desde 1998, Fujimori aprobó los siguientes conjuntos de normas a favor de prácticas autoritarias para controlar los delitos delincuenciales (Basombrío 2002: 3 - 4):

1. Se cambia la definición misma del delito delincuencial describiéndolo como un problema de "seguridad nacional", luego, se define a determinados delitos, - "bandas que actúan con armas de fuego" - como "terrorismo agravado" (Decreto Legislativo Nº 895, artículo 1°).

2. Se endurecen las sanciones y procedimientos, a la vez que se restringen las garantías del procesado.

3. Se elevan las penas en todas las figuras delictivas. Los juicios son sumarios y se restringe el derecho a la defensa.

4. El atestado policial asume valor probatorio.

5. Se restringe el uso del habeas corpus y el amparo.

6. Los delitos son definidos de manera imprecisa y genérica, dejándose a los jueces la interpretación.

7. La policía es autorizada para detener a los sospechosos por quince días de considerar necesario investigar a la persona.

8. Se aumenta la responsabilidad penal a los menores de edad. Se restringe la libertad provisional y los beneficios penitenciarios y se rigidiza más el sistema carcelario.

9. Se aumentan las atribuciones del Servicio de Inteligencia Nacional, legalizándose su intervención en el tema de la delincuencia común, creándose, a la vez, una Dirección Nacional de Inteligencia para la Protección de la Tranquilidad Social. Se establece, además, que la policía deberá coordinar sus investigaciones con esta dirección.

10. Mediante el DL 746, ley del Sistema de Inteligencia Nacional, se otorgó al Servicio de Inteligencia Nacional poderes amplísimos, incluyendo el recabar la información que desee de los organismos públicos y privados, bajo responsabilidad penal; estableciéndose que su presupuesto era secreto.

Como podemos apreciar, Fujimori usó medidas represivas para enfrentar tanto a sendero como a la delincuencia. Esta forma de tratar al “otro peligroso” ha permitido que surjan una serie de temores de inseguridades en la población peruana, lo que asociado a situaciones delictivas no resueltas, ha devenido en la apropiación por la ciudadanía de medidas límites frente a la delincuencia, como los llamados linchamientos populares, ya que ellos no se sienten seguro con estas leyes que solo favorecen a un grupo social. Algunas veces da la apariencia que no existe estado ni gobierno en el Perú. Que es una utopía la llegada de la democracia y que las ideas ilustradas pasan a ser un elemento gaseoso.

Solo durante 1995 y 1999 se registraron 330 casos de linchamientos en Lima y Arequipa. De los cuales, el 90% de los linchamientos se produjeron por el robo a personas y viviendas, seguido del intento de violación sexual (cerca del 5%) y otros como asesinatos, abusos, incendios. Además, en 1999, el 20% de estos casos se produjeron por error, mostrando que la "sospecha" es también un factor fuerte que activa la respuesta popular violenta (Castillo 2000).

El estado represor ha transmitido sus “formas” de brindar seguridad a los ciudadanos, por eso, los temores e inseguridades de la población siguen presentes. Como veremos - aún ahora que se respiran mejores aires democráticos - no se ha podido enfrentar exitosamente la inseguridad ciudadana.

II. La democracia y el legado del autoritarismo:

Norbert Lechner señala que el autoritarismo genera una “cultura de miedo” que, al mismo tiempo, agudiza la demanda de seguridad con “mano dura” y la necesidad de instaurar orden y paz. Los miedos que respaldan el poder autoritario no son únicamente la posibilidad de muerte y miseria, sino también el riesgo de una vida sin sentido o desprovista de futuro. Al originar estos sentimientos, el autoritarismo se presenta como la única posibilidad de salvación frente al caos.

“… la dictadura se presenta y llega a ser apoyada en tanto defensa de la comunidad y garante de su sobrevivencia. Solicita legitimación popular a cambio de “poner orden”, de imponer el orden: restablecer límites claros y fijos, expulsar al extraño, impedir toda contaminación y asegurar una unidad jerárquica que otorgue a cada cual su lugar “natural”. El resultado es una sociedad vigilada, finalmente encarcelada. Las dictaduras prometen eliminar el miedo. En realidad, sin embargo, generan nuevos miedos” (Lechner 1990: 92).

El autoritarismo se apropia de los miedos y los manipula, aparece como un “mal necesario” frente a un periodo de movilizaciones y cambios sin rumbo. Entonces, la “mano dura” encuentra su crisol en la vida cotidiana, pues los ciudadanos al percibir que algo sucede, pero no saber qué es, se automarginan de la posibilidad de participar de las posibles soluciones. Finalmente, se excluyen del ámbito político al sentirse insuficientes ante magnitud de los peligros (Lechner 1990: 94 – 96).

En el Perú, nuestros temores no responden, únicamente, a los 20 años de violencia política, sino a una mentalidad violenta heredada de la época colonial. Una vez que el régimen de dominación española llegó a su fin, la sociedad peruana no produjo ciudadanos, sino hombres diferenciados por el color de piel, el título nobiliario, el ingreso económico, los antepasados o el lugar de nacimiento. Estas diferencias no permitían la formación de una sociedad democrática, pues la democracia demandaba igualdad de derechos para todos.

Por el contrario, en un estado en ciernes como el nuestro, la necesidad de orden fue resuelto desde un discurso racista: se formó, entonces, clases sociales jerárquicas en las que unos eran más que otros: allí estaba el indio inferior al patrón, la marginación a los analfabetos y una república edificada de espaldas al campesino (Flores 2007: 40).

Este racismo requirió de la violencia y la tortura para afianzarse en la mentalidad de los peruanos. Por eso, la violencia se convierte en un componente estructural de nuestra sociedad, en un fenómeno cotidiano, que se ejerce de manera física y sicológica, que se expresa en los espacios públicos y privados, frente al cual, ya nadie siente asombro.

En las cárceles, en el servicio doméstico, al interior de las familias y en las escuelas se reprodujo la violencia y el racismo. En la cárcel, el procesado es tratado de forma inhumana, la trabajadora del hogar es aún considerada un ser inferior, en los hogares existe todavía un fuerte patriarcalismo y en la escuela los niños son “inferiores” frente al maestro. De esta manera, la herencia colonial se prolongó en la vida cotidiana. El racismo consiguió eficacia porque antes de existir como discurso ideológico funcionaba como práctica cotidiana (Flores 2007: 45). Durante el gobierno de Fujimori, estas prácticas racistas y autoritarias de la vida cotidiana fueron utilizadas y sostenidas por la dictadura.

Para mediados de los años 90, el tema de la subversión aún persistía como un problema latente en la mentalidad de los peruanos, por ello resultó sencillo relacionar cualquier acto delincuencial (robos, asaltos, ataques de pandillas) o de inseguridad ciudadana con actos terroristas. Frente a estos hechos, el gobierno de Fujimori respondió con medidas al mismo nivel de la lucha contrasubversiva.

Estas medidas, en una sociedad tan conflictiva, en términos de racismo y exclusión, no iban a evaluar de igual forma a todos los ciudadanos. Los rasgos físicos andinos y la situación económica precaria serán los dos grandes prejuicios que se utilizarán para “señalar” al delincuente subversivo. Así, la oportunidad de instrumentalizar el miedo a favor del autoritarismo se ve reflejada en la construcción de un “enemigo” con ciertas características.

Un joven de clase acomodada, que considera a los senderistas como “infelices, asesinos de raza inferior”, cree que pacificar el país implica un “cholocausto”, el asesinato indiscriminado de un vasto contingente poblacional. En este caso, “el miedo se convierte en odio alentador de un deseo de destrucción del otro que, lejos de tropezar con una resistencia moral, se ve legitimado por el racismo de forma que el camino violento es una opción deliberada” (Portocarrero 1990: 64).

Con la transición democrática3, surge el interés por ampliar la noción de seguridad a formas que protejan, primero, a los ciudadanos. Frente a términos como “seguridad pública” y “orden interno”, ligados a formas tradicionales de entender la seguridad, es decir, identificadas con formas represivas y violentas heredadas de la doctrina de seguridad nacional, surge el término seguridad ciudadana.

“… la seguridad pública, de un forma u otra, fue instrumentalizada por la seguridad nacional; el orden público pasó a ser primordial para contener la amenaza interior, y quien se opusiese al régimen era percibido como un enemigo peligroso para “la patria”; en pocas palabras, era visto como un enemigo interno” (Ramírez 2003: 7).

La seguridad ciudadana, en cambio, es una situación donde las personas ejercen plenamente sus derechos civiles, sociales, económicos y políticos (democracia); donde el ciudadano es sujeto activo de su propia seguridad. Por eso, Fernando Carrión considera que la seguridad ciudadana es una concepción “… que se inscribe en una relación sociedad – estado que, a la par que enfrenta el hecho delictivo busca construir ciudadanía e instituciones que procesen democráticamente los conflictos” (Carrión 2003: 156).

En el Perú, a finales de la década de los 90, la transición integró la concepción de seguridad ciudadana a la creación y aplicación de medidas de seguridad democráticas. Por eso, se trabajó por la desmilitarización del cuerpo policial, por fortalecer las experiencias de participación ciudadana; asimismo, se crea una nueva relación con los Alcaldes, con el objetivo de constituir los comités de seguridad ciudadana. Además, se incidió en mejorar los servicios que brindan las comisarías, dotándolas de mayores recursos económicos y humanos; se promovió la filosofía de policía comunitaria y la reivindicación de la prevención como estrategia fundamental de seguridad ciudadana (Basombrío 2006: 16).

A pesar de estos esfuerzos, la percepción que en el país existen altos niveles de inseguridad, se ha mantenido: en abril del 2003, el 73,9% de limeños considera que la violencia está en aumento. Al año siguiente, diciembre del 2004, el 72,2% de limeños perciben la misma situación; en el 2005, este dato llegó al 82.9%. Durante el 2007, el 84,6% de limeños consideró que la sociedad peruana es violenta; asimismo, el 74,9% percibió que la violencia ha aumentado en nuestro país.

Analizando dos encuestas realizadas en el 2005 por IMASEN y el Grupo de Opinión Pública, hemos sintetizado algunas ideas sobre el temor ciudadano, el cual expresa miedos y amenazas que vienen de “fuera”, de un “enemigo” que puede ser cualquiera y, que a la vez, fortalece el abandono de los espacios públicos

Los limeños consideran que durante la noche son más vulnerables a sufrir alguna situación de inseguridad. Mientras más cotidiano es el lugar donde se encuentra, el nivel de seguridad mejora. Por eso, los limeños creen que el hogar es más seguro que caminar por el barrio o las calles de Lima4. Sin embargo, desplazarse por el centro de la ciudad es considerado inseguro ya sea de día o de noche. Así, el centro de Lima resulta ser el espacio que genera mayores preocupaciones en los ciudadanos: temor a ser despojados de alguna pertenencia, violentados con un arma de fuego, atacados por alguna pandilla o sufrir un accidente de tránsito.

En medio de esta situación, la mayoría de limeños (57,5%), estaría de acuerdo con que se prohíba salir a las calles a partir de ciertas horas para “frenar” la delincuencia5. Pero también, está el interés de contar con medidas de defensa privadas, como la contratación de vigilantes y la colocación de rejas en calles y casas.

Primero fueron los distritos más acomodados quienes cerraban sus calles y parques, pero ahora, este hecho se ha convertido en el nuevo “boom” contra la delincuencia en las zonas urbano marginales de Lima. La reja simboliza que aquellos que están detrás son invasores, ajenos a la comunidad y, por tanto, posibles delincuentes. Los barrios y ciudades se convierten en cárceles, en guettos, en espacios donde se prohíbe la entrada a cualquiera.

Como podemos apreciar, los miedos e inseguridades han persistido a los cambios y transiciones políticas, pero se han nutrido de los abusos y violaciones a derechos humanos que el propio Estado a cometido. Si bien es cierto, no existe posibilidad de “regreso” del senderismo, se ha generado un vínculo entre “mano dura” y solución de los conflictos.

Los ciudadanos consideran que pueden convertirse en víctimas en cualquier momento, por eso se encierran en sus hogares, construyen murallas y rejas para alejar a los indeseables. Estos miedos, sin embargo, no son apropiados por los gobiernos democráticos para crear políticas y acciones que los enfrenten y disminuyan. Por el contrario, la democracia actual hace uso de medidas represivas de seguridad para generar mayor inseguridad en la población y distraerlos de otros temas que también son fundamentales.

III. Medidas autoritarias en democracia ¿no hay otra posibilidad?

Hasta aquí, hemos afirmado que las políticas de seguridad aplicadas por el gobierno autoritario de los años 90’, para combatir la delincuencia, originaron un aumento del temor ciudadano, pues tenían la intención de fortalecer la percepción sobre un posible retorno de la violencia política.

A la vez, esta situación, ha promovido prácticas autoritarias que buscan proteger a los “buenos ciudadanos” de los “malos ciudadanos”. De esta manera, se quebranta un aspecto fundamental para la democracia, la preservación de lazos comunitarios.

Es cierto, democracia y dictadura son regímenes políticos muy distintos. En el primero, la defensa de los derechos de las personas es fundamental. En el segundo, prima la necesidad de proteger al Estado contra sus posibles enemigos. Sin embargo, en el Perú, ambos conceptos están imbricados, pues lo gobiernos democráticos también han apelado a medidas represivas de seguridad para legitimar sus acciones.

Las reglas de juego adquiridas de la transición democrática de finales de los 90’, no han sido tomadas en cuenta en la creación y aplicación de políticas de prevención del delito, por el contrario, los gobiernos democráticamente elegidos han preferido promulgar normas severas, leyes de “mano dura” para luchar contra la inseguridad ciudadana.

En el caso del gobierno de transición, las decisiones tomadas en materia de seguridad ciudadana, fueron claras y directas e implementadas por el gobierno de Alejandro Toledo. Sin embargo, esta gestión fue absorbida por la corrupción y el nepotismo. La seguridad ciudadana no resultó más que intenciones y cifras, y los derechos humanos, un tema pendiente.

En el caso del segundo gobierno de Alan García, el acercamiento a la “lógica del enemigo” para fundamentar la aplicación de medidas represivas de seguridad, es contundente.

El 22 de julio del 2007, por facultad otorgada por el Congreso de la República, el Ejecutivo emitió un paquete de decretos legislativos en materia penal, pero que también afectan las acciones de seguridad ciudadana.

Así, el Decreto Legislativo N° 635 modifica el artículo 20° del Código Penal señalando la Inimputabilidad, es decir, que son exentos de responsabilidad penal “(…) el personal de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, que en cumplimiento de su deber y en uso de sus armas en forma reglamentaria, cause lesiones o muerte”.

Como podemos apreciar, este Decreto facilita el uso de armas por las fuerzas militares y policiales y deja sin fundamento alguna posibilidad de acusar a cualquier miembro del orden por abuso de autoridad.

Además, nos llama la atención la modificatoria a la ley N° 27337, Código de los Niños y Adolescentes referido al pandillaje pernicioso.

El pandillaje es tratado como si fuera un delito de alta peligrosidad, como si los menores de edad (adolescentes de 12 a 18 años) pudieran ser experimentados delincuentes. Además, se le ha adjudicado al pandillaje delitos como obstaculizar las vías de comunicación o cualquier tipo de desmanes que alteren el orden interno. Este último aspecto señala, de forma indirecta, que el Estado esta dispuesto a enfrentar los paros y quejas ciudadanas a través de leyes severas.

Pero, quizás, la “lógica del enemigo” heredado del autoritarismo, persiste con mayor claridad en la ley del “arresto ciudadano”. Esta ley que por Resolución Ministerial N° 1560-2006-IN ha sido aplicada en el distrito judicial de Huaura, tiene por objetivo que los ciudadanos asuman la responsabilidad de detener al delincuente cuando es encontrado en flagrante delito.

Para las autoridades del estado, esta norma busca dar un “mensaje ejemplarizador” y de solidaridad entre la ciudadanía, pero nosotros consideramos que si a un miembro policial, preparado y con experiencia, le resulta peligroso medirse con algún delincuente, las consecuencias para un ciudadano podrían ser peores.

Peor aún, esta ley podría derivar en que la Policía exija a los ciudadanos que les traigan a los delincuentes a las comisarías o que los ciudadanos cansados de las ineficiencias del estado, decidan hacer justicia por sus propias manos.

En cuanto a los derechos humanos, el avance ha sido casi nulo en este gobierno. Más bien, la posibilidad de aplicar la pena de muerte ha sido puesta en discusión de forma irresponsable, pues el Perú ha firmado tratados sobre derechos humanos que no puede incumplir. Este tema solo fortalece una visión sobre el “otro peligro” al que debemos castigar sin compasión.

La existencia de medidas autoritarias en democracia es persistente y ningún gobierno, hasta ahora, ha asumido la posibilidad de crear seguridad a través de una política nacional de prevención y reparación de los abusos. Crear leyes severas es más sencillo, pues implica controlar al “mal ciudadano”. Esto hecho, sin embargo, no implica que la percepción de inseguridad disminuya, todo lo contrario, creemos que el sentimiento de inseguridad aumenta en la medida que los ciudadanos experimentan que, desde el propio Estado, se violentas los derechos de las personas.

En estas circunstancias, las posibilidades de institucionalizar la democracia en términos de igualdad de oportunidades, justicia y sin exclusión, se torna un camino muy accidentado por recorrer.

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IMASEN (2005). Sondeo de Opinión Pública Gran Lima. Documento electrónico, http://www.seguridadidl.org.pe/seguri.htm [Consulta: 16 de agosto del 2008].




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1 Institucionalización democrática explica la necesidad de consolidar la democracia para evitar ciertas prácticas políticas no formalizadas como el clientelismo, el patrimonialismo y la corrupción, “…de democracia sólo se puede hablar cuando, además de haber entrado en plena vigencia los derechos individuales y asociativos, se han puesto en juego, en elecciones limpias, competitivas y sin mecanismos proscriptivos, las principales posiciones gubernamentales”. Ver pie de página en O’ Donnell 1997: 203.

2 Por eso, el gobierno de Fernando Belaúnde (1980-1985) consiguió apoyo del Parlamento para instalar comandos políticos militares en las zonas de emergencia, subordinando a las autoridades civiles elegidas frente a las jefaturas militares de cada región. Mientras, el gobierno de Alan García (1985-1990), insistió con la política de militarizar el Estado y la lucha antisubversiva. En: Pedraglio, Santiago; Tamayo, Ana María y Castillo, Eduardo 2006: 12-13.

3 Guillermo O´Donnell y Philippe Schmitter definen transición como “… el intervalo entre un régimen político y otro”. Es decir, el intervalo entre autoritarismo y democracia. En: “Tentative conclusions about uncertain democracies” 1986. Véase: Lynch 1992: 24-25.

4 “El sentimiento de inseguridad tiene estrecha relación, por tanto, con la incomunicación y con el abandono de los espacios públicos. Este repliegue de los ciudadanos y las ciudadanas hacia lo privado - el domicilio, la familia nuclear - hace que se limite el contacto con las personas del entorno y se pierda el control sobre los espacios” (Naredo 2001).

5 GOP, Universidad de Lima, noviembre 2005.


Categoría: Ensayo tipo analisis Politico-Social
Tema: Relaciones interculturales entre el Estado y sus ciudadanos en los 90
Nombre: Gomez Tanchiva, Myriam Milagros
Universidad: Universidad Nacional Mayor de San Marcos /Trabajo Social/ II año
Correo: miriam_17_16@hotmail.com